A modo de síntesis, parece conveniente hacer una descripción
de qué entendemos por madurez y cuáles son las condiciones necesarias para
alcanzarla:
1) En primer lugar es obligado volver a señalar el carácter
dinámico del concepto madurez, que ya no es entendido como un estado alcanzado
en un momento de la vida (la edad adulta), sino como un proceso que se hace
presente de formas distintas a lo largo de cada una de sus etapas.
2) La madurez, así, es
comprendida como el equilibrio alcanzado en cada momento de la existencia entre
las distintas dimensiones de la personalidad (consciente e inconsciente,
afectiva, racional, volitiva y social). Equilibrio siempre provisional e
inestable.
3) Este equilibrio no se efectúa únicamente entre las
distintas dimensiones de la personalidad, sino que se genera en el diálogo y la
comunicación con los otros, asumiendo adecuadamente los distintos papeles y
roles que la persona se encuentra llamada a desempeñar; y en la superación de
los retos que el ambiente y la sociedad le provocan y a los que tiene que dar
respuesta.
4) Estos retos sociales no son iguales en cada una de las
edades de la vida, sino que existe una progresión, debida, de una parte, a las
capacidades de la edad y, de otra, al contexto social en el que el sujeto se ve
envuelto (clase social, cultura, etc).
5) El logro del
equilibrio y de la madurez tiene que ver no sólo con la autoestima, que se va
consolidando en el sujeto a lo largo de su vida, sino con la visión que este
tiene del mundo y de la sociedad que le rodea. O lo que es lo mismo, el logro
de madurez está íntimamente emparentado con la salud psicológica.
6) Finalmente, el logro de madurez en cada una de las etapas,
tiene también un carácter dinámico, al ser motor de crecimiento y de cambio en
la personalidad del sujeto, que se ve impulsado, desde lo que en cada momento
es, a un proceso de crecimiento y enriquecimiento personal, que le permitirá
enfrentar adecuadamente los nuevos retos que la vida le depare.
Madurez humana y madurez religiosa
Una cuestión básica y fundamental para la tarea catequética
es: ¿Qué relación existe, si es que existe alguna, entre madurez humana y
madurez religiosa? ¿En qué sentido podemos extrapolar lo dicho hasta ahora
sobre la madurez humana al ámbito del proceso de crecimiento en la fe, con todo
lo que esto supone en el orden de la catequesis, del discernimiento vocacional,
de los escrutinios para la admisión al bautismo de adultos, o la confirmación
de los adolescentes, la concesión del bautismo de los niños en función de la fe
de sus padres, etc? Este es uno de los temas cruciales de la psicología de la
religión, en general, de la teología espiritual, y de la catequesis, que busca
encontrar una comprensión adecuada del crecimiento y maduración de la fe. Las
cuestiones que dependen de clarificar qué entendemos por madurez religiosa
tienen consecuencias no sólo en el orden teórico, sino también, y muy
importantes, en el orden práctico.
Madurez religiosa (el encuentro con Dios)
Un cúmulo de experiencias humanas como la toma de conciencia
de la propia finitud, el encuentro intersubjetivo del amor humano, el sentirse
portador de vida y la alegría de la paternidad, la experiencia de dolor y
frustración, la indignación y rebeldía ante la injusticia, la capacidad de
extasiarse ante lo bello y hermoso de la vida son, probablemente, las que, de
una forma u otra, nos abren a la búsqueda del sentido último de nuestras vidas
y al encuentro con Dios; pero no todas ellas, ni la forma de vivir cada una,
son igualmente maduradoras. Es relativamente frecuente que proyectemos sobre
Dios, como hacemos en el resto de nuestras relaciones humanas, nuestras ansias
de seguridad, nuestros miedos, nuestras frustraciones, nuestras ilusiones. Todo
ello aboca a un proceso crítico de nuestra misma imagen de Dios, de
purificación de los ídolos que diariamente nos creamos, o del proceso de
idolatrización al que sometemos a Dios. Uno de los principales rasgos de
madurez religiosa es la actitud de apertura ante el Misterio, de sana sospecha
ante lo que de idolátrico pueda existir en nuestra relación con Dios; una
vivencia de confianza y de docilidad ante Dios y su voluntad, que tienen como
fruto una paz y seguridad profunda y una actitud de libertad y de riesgo ante
todo lo que nos rodea. «No temas», «Nada te turbe».
Madurez cristiana
Esto que se puede decir de todas las confesiones religiosas,
y que tiene en cada una de ellas sus propias connotaciones, en el cristianismo
nos aboca directamente a la persona de Jesús.
A partir del misterio de la encarnación, Dios-con-nosotros,
la persona de Jesús se convierte, para los creyentes, en referente último de
nuestra humanidad. Él es el modelo, la meta, y el maestro de nuestra humanidad.
Por medio de él se ha derramado sobre nosotros la gracia que nos permite no
sólo reconciliarnos con Dios, sino con nuestra misma humanidad. Él, el Hombre
nuevo, ha hecho de cada uno de nosotros hombres nuevos renacidos por el
bautismo.
Esta recreación de nuestra humanidad no es considerada como
un acto mágico, sino como una tarea continua de crecimiento. Como un proceso
(Ef 4,13) en el que la gracia derramada en Cristo juega un papel, y la acción
libre y voluntaria del hombre juega el suyo propio. Por eso Pablo invita a los
cristianos a la aceptación de la gracia (Ef 4,17ss.) y a hacer crecer en cada
uno las mismas actitudes de Cristo Jesús (Flp 2,5).
Todo esto es vivido y descrito por el Nuevo Testamento con
las categorías de seguimiento de Jesús y de discipulado, que suponen un proceso
en el que las etapas de llamada, seguimiento y envío subrayan y concretan los
distintos momentos por los que pasa la madurez cristiana.
Este proceso y sus etapas permiten señalar como aspectos de
la madurez cristiana:
a) La toma de conciencia de sí mismo, de los valores y
limitaciones de cada uno y del propio contexto social (los llamó por su
nombre). La capacidad de apertura y escucha más allá de la misma realidad concreta.
Y la capacidad de trascender para encontrarle a él, que nos llama en cada uno
de los acontecimientos, situaciones y personas de la vida diaria.
b) El crecimiento y la purificación en el área de los
sentimientos y de las actitudes, poniéndolos en consonancia con los de Jesús.
La articulación racional del mensaje en diálogo con el mundo que nos rodea (dar
razón de vuestra esperanza). La comunión con los que forman el grupo de los
discípulos, en un proceso de purificación y sanación de todo lo que hay de
espurio en nuestras relaciones (envidias, celos...). Y la pasión por todos los
hombres, como manifestación que son del rostro de Dios, pero especialmente por
los más pequeños, por los más débiles, por los más pobres, como expresión del
amor preferencial de Jesús.
c) La conciencia de tener una misión, una tarea, un papel que
realizar en la construcción del mundo, en el anuncio de una buena noticia, que
se derrama como una gracia fraterna y salvadora. La conciencia de libertad, que
es vivida como un riesgo ante la toma de decisiones, ante la apertura de
caminos, ante la creación de situaciones nuevas en las que Dios pueda hacerse
presente. El compromiso constante en la tarea, incluso con hombres de otros
credos y de otras ideologías. El convencimiento de que todo, y especialmente la
propia vida, tiene un sentido.
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