jueves, 6 de agosto de 2015

LA MADUREZ COMO INTEGRACIÓN DE LA PERSONA.


A modo de síntesis, parece conveniente hacer una descripción de qué entendemos por madurez y cuáles son las condiciones necesarias para alcanzarla:
1) En primer lugar es obligado volver a señalar el carácter dinámico del concepto madurez, que ya no es entendido como un estado alcanzado en un momento de la vida (la edad adulta), sino como un proceso que se hace presente de formas distintas a lo largo de cada una de sus etapas.
 2) La madurez, así, es comprendida como el equilibrio alcanzado en cada momento de la existencia entre las distintas dimensiones de la personalidad (consciente e inconsciente, afectiva, racional, volitiva y social). Equilibrio siempre provisional e inestable.
3) Este equilibrio no se efectúa únicamente entre las distintas dimensiones de la personalidad, sino que se genera en el diálogo y la comunicación con los otros, asumiendo adecuadamente los distintos papeles y roles que la persona se encuentra llamada a desempeñar; y en la superación de los retos que el ambiente y la sociedad le provocan y a los que tiene que dar respuesta.
4) Estos retos sociales no son iguales en cada una de las edades de la vida, sino que existe una progresión, debida, de una parte, a las capacidades de la edad y, de otra, al contexto social en el que el sujeto se ve envuelto (clase social, cultura, etc).
 5) El logro del equilibrio y de la madurez tiene que ver no sólo con la autoestima, que se va consolidando en el sujeto a lo largo de su vida, sino con la visión que este tiene del mundo y de la sociedad que le rodea. O lo que es lo mismo, el logro de madurez está íntimamente emparentado con la salud psicológica.
6) Finalmente, el logro de madurez en cada una de las etapas, tiene también un carácter dinámico, al ser motor de crecimiento y de cambio en la personalidad del sujeto, que se ve impulsado, desde lo que en cada momento es, a un proceso de crecimiento y enriquecimiento personal, que le permitirá enfrentar adecuadamente los nuevos retos que la vida le depare.


Madurez humana y madurez religiosa
Una cuestión básica y fundamental para la tarea catequética es: ¿Qué relación existe, si es que existe alguna, entre madurez humana y madurez religiosa? ¿En qué sentido podemos extrapolar lo dicho hasta ahora sobre la madurez humana al ámbito del proceso de crecimiento en la fe, con todo lo que esto supone en el orden de la catequesis, del discernimiento vocacional, de los escrutinios para la admisión al bautismo de adultos, o la confirmación de los adolescentes, la concesión del bautismo de los niños en función de la fe de sus padres, etc? Este es uno de los temas cruciales de la psicología de la religión, en general, de la teología espiritual, y de la catequesis, que busca encontrar una comprensión adecuada del crecimiento y maduración de la fe. Las cuestiones que dependen de clarificar qué entendemos por madurez religiosa tienen consecuencias no sólo en el orden teórico, sino también, y muy importantes, en el orden práctico.



 Madurez religiosa (el encuentro con Dios)
Un cúmulo de experiencias humanas como la toma de conciencia de la propia finitud, el encuentro intersubjetivo del amor humano, el sentirse portador de vida y la alegría de la paternidad, la experiencia de dolor y frustración, la indignación y rebeldía ante la injusticia, la capacidad de extasiarse ante lo bello y hermoso de la vida son, probablemente, las que, de una forma u otra, nos abren a la búsqueda del sentido último de nuestras vidas y al encuentro con Dios; pero no todas ellas, ni la forma de vivir cada una, son igualmente maduradoras. Es relativamente frecuente que proyectemos sobre Dios, como hacemos en el resto de nuestras relaciones humanas, nuestras ansias de seguridad, nuestros miedos, nuestras frustraciones, nuestras ilusiones. Todo ello aboca a un proceso crítico de nuestra misma imagen de Dios, de purificación de los ídolos que diariamente nos creamos, o del proceso de idolatrización al que sometemos a Dios. Uno de los principales rasgos de madurez religiosa es la actitud de apertura ante el Misterio, de sana sospecha ante lo que de idolátrico pueda existir en nuestra relación con Dios; una vivencia de confianza y de docilidad ante Dios y su voluntad, que tienen como fruto una paz y seguridad profunda y una actitud de libertad y de riesgo ante todo lo que nos rodea. «No temas», «Nada te turbe».


Madurez cristiana
Esto que se puede decir de todas las confesiones religiosas, y que tiene en cada una de ellas sus propias connotaciones, en el cristianismo nos aboca directamente a la persona de Jesús.
A partir del misterio de la encarnación, Dios-con-nosotros, la persona de Jesús se convierte, para los creyentes, en referente último de nuestra humanidad. Él es el modelo, la meta, y el maestro de nuestra humanidad. Por medio de él se ha derramado sobre nosotros la gracia que nos permite no sólo reconciliarnos con Dios, sino con nuestra misma humanidad. Él, el Hombre nuevo, ha hecho de cada uno de nosotros hombres nuevos renacidos por el bautismo.
Esta recreación de nuestra humanidad no es considerada como un acto mágico, sino como una tarea continua de crecimiento. Como un proceso (Ef 4,13) en el que la gracia derramada en Cristo juega un papel, y la acción libre y voluntaria del hombre juega el suyo propio. Por eso Pablo invita a los cristianos a la aceptación de la gracia (Ef 4,17ss.) y a hacer crecer en cada uno las mismas actitudes de Cristo Jesús (Flp 2,5).
Todo esto es vivido y descrito por el Nuevo Testamento con las categorías de seguimiento de Jesús y de discipulado, que suponen un proceso en el que las etapas de llamada, seguimiento y envío subrayan y concretan los distintos momentos por los que pasa la madurez cristiana.
Este proceso y sus etapas permiten señalar como aspectos de la madurez cristiana:
a) La toma de conciencia de sí mismo, de los valores y limitaciones de cada uno y del propio contexto social (los llamó por su nombre). La capacidad de apertura y escucha más allá de la misma realidad concreta. Y la capacidad de trascender para encontrarle a él, que nos llama en cada uno de los acontecimientos, situaciones y personas de la vida diaria.
b) El crecimiento y la purificación en el área de los sentimientos y de las actitudes, poniéndolos en consonancia con los de Jesús. La articulación racional del mensaje en diálogo con el mundo que nos rodea (dar razón de vuestra esperanza). La comunión con los que forman el grupo de los discípulos, en un proceso de purificación y sanación de todo lo que hay de espurio en nuestras relaciones (envidias, celos...). Y la pasión por todos los hombres, como manifestación que son del rostro de Dios, pero especialmente por los más pequeños, por los más débiles, por los más pobres, como expresión del amor preferencial de Jesús.
c) La conciencia de tener una misión, una tarea, un papel que realizar en la construcción del mundo, en el anuncio de una buena noticia, que se derrama como una gracia fraterna y salvadora. La conciencia de libertad, que es vivida como un riesgo ante la toma de decisiones, ante la apertura de caminos, ante la creación de situaciones nuevas en las que Dios pueda hacerse presente. El compromiso constante en la tarea, incluso con hombres de otros credos y de otras ideologías. El convencimiento de que todo, y especialmente la propia vida, tiene un sentido.




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